Te acordás de Lidia? La trajeron a casa cuando yo era muy chiquita. Tenía todas las piernas picoteadas, dijeron que las gallinas de la granja donde la habían dejado, que el papá no podía cuidarla y que la mamá se había vuelto loca al dar a luz una niña sin neuronas, o que la niña nació sin neuronas porque la madre estaba loca. Eso decían, nunca me contaron su verdadera historia, quizás no lo sabían y en nuestra casa siempre había lugar para uno más.
Todo en ella me llamaba la atención, es que nunca había visto a alguien que llevara las manos colgadas de las muñecas como si fueran ajenas, tampoco había visto a gente más grande que yo que hablara como una niña más pequeña que yo.
Al final fue una suerte esa infancia con Lidia entre nosotros. Jugaba a las muñecas con ella y ella se dejaba ser muñeca, porque el ajedrecista en aquel entonces disputaba la copa del campeonato del barrio de Villa Crespo, andaba con poco tiempo para jugar conmigo a arreglar coches rotos o a enderezar clavos torcidos para clavarlos en las maderitas fundamentales para mi castillo, aunque en las noches de verano, cuando Lidia ya dormía, el ajedrecista me llenaba de cielo los ojos dándome clases de astronomía.
Cuando comencé la escuela quería llevar a Lidia conmigo, dijeron que ella era muy grande para ser chiquita, dijeron lo de las neuronas y todo eso que yo no entendía.
Fue así que le fundé una escuela en el zaguán de casa, y jugué con ella a la maestra frutilla, y la maestra frutilla que era más buenita que la maestra ciruela no castigaba a las niñas que no aprendían la lección poniéndolas en el rincón del burrito.
Mientras yo aprendía a conjugar los verbos, se me cayó un poema en el cuaderno y duró unos cuantos renglones, la maestra me puso un muy bienLew y mamá de tanto planchar los escuchaba. Pero con Lidia era diferente, ella se sentaba en las escaleras del zaguán y en el escenario del pasillo la tenue luz del foquito iluminaba mi recitado para el mejor público que tuve en mi vida, Lidia, que había aprendido a ponerse las manos y me aplaudía, se emocionaba y pedía más.
Mi abuela a veces se enojaba mucho con Lidia, decía que le cortaba las cortinas, le comía las nueces con cáscara y todo y que le meaba los floreros. Yo trataba de explicarle a mi abuela que no era Lidia quien le cortaba sus cortinas, que eran sus manos cuando no las llevaba puestas. Lo de las nueces y los floreros no sabía explicarlo, de todos modos mi abuela no entendía, quizás porque vino de otro país y no entendía el castellano. La cuestión es que la mandó a dormir al lavadero, un cuarto sin puertas en la terraza. Yo me subía las escaleras corriendo antes de ir a escuela, la despertaba y le dejaba unas cuantas nueces con cáscara. Creía que de ese modo se le caerían los pocos dientes que tenía y le nacerían como a mí los conejitos nuevos que le faltaban. Pero los dientes de Lidia siempre serían de leche.
Me asusté mucho el día que vi sangre en su cama, sangre en sus piernas, sangre durante una semana. El ajedrecista y mamá me dijeron que se había lastimado, ella no lo sabía, lloraba y reía, no le importaba. Todos los meses se lastimaba, pero por suerte mi amiga Diana se lastimó antes que yo y entre nuestra curiosidad y la enciclopedia gigante descubrimos la lastimadura de la menstruación.
Cierto día el papá de Lidia que se estaba quedando ciego y que de vez en cuando visitaba a mí familia, no a su hija, dijo que se la llevaría a su casa para que lo ayudara en las tareas cotidianas. Entonces yo ya tenía 16, el ajedrecista me había enseñado a manejar sus coches destartalados y ya podía manejar hasta un camión sin frenos. También podía manejar un cañón contra lo que no cría justo, y eso no era justo. Sin carnet y sin mapas me subí al Rambled de papá con una amiga y fui a pelearlo a su casa. Mientras el hombre me corría con su bastón de ciego tratando de acertarme un buen golpe, yo le metía barreras para que se tropezara gritándole mi bronca por ser tan mal parido.
No sé si fue por eso o porque el hombre calculó que su hija no le sería de mucha ayuda, acabó desistiendo de la idea.
Con el tiempo y el creciente despertar de mis hormonas, los novios y la primavera, Lidia dejó de ser mi batalla, y un día que ya no recuerdo se fue de casa con su viejo.
Me enteré cuando ya vivía en Brasil por una carta de mamá, que Lidia, ya huérfana del viejo ciego y nadie más, había sido elegida reina, fue en asilo de Burzaco, en el baile de la primavera.
Lidia encontró allí otras manos puestas para abrazarla, se casó, brilló, se le cayeron todas las muelas y le volvieron a nacer los dientes de leche. Pero como los ratoncitos son capitalistas y no entienden de eso, nunca más le dejaron plata bajo la almohada.
Esta tarde en el asilo hubo una gran fiesta de primavera, me cuentan que Lidia bailó mucho y que fue la reina y que luego se durmió demasiado y que ahora ya no se despierta.
Su compañero, que también tiene dientes de leche y que del mismo modo que Lidia fue abandonado por los ratoncitos, no encuentra consuelo. Ya lo inyectaron para doparle el dolor, pero sigue tocando su al lado vacío de la cama, pide su presciencia, la nombra y la nombra. Creo que pronto irá por ella.
A Lidia Meller.
Gracias por haber sido parte de mi vida.
Estercita