
Aunque nada sobraba, nunca sentí que me faltaran las muñecas y los juguetes que no tuve, al menos en aquel momento. El ajedrecista siempre creaba alternativas, juegos diferentes, maderitas, clavos, retazos de tela de su taller, botones, cuentos, paseos y por las noches mucha astronomía. Era un contar de estrellas que nunca acababa, sobre todo en los veranos.
Cuando mamá tenía tiempo discutía con el ajedrecista sobre el peligro de ciertos juegos para una niña, sobre que una niña debería vestirse con vestiditos, andar limpia, y con que él debería jugar menos al ajedrez y buscarse una changa para resolver todos esos líos. Pero lo cierto es que mamá casi nunca tenía tiempo para discutir.
El ajedrecista estudiaba mucho, estudiaba siempre. Se había graduado como autodidacta en astronomía, música clásica, subastas o remates y cachivaches.
Tenía un tremendo talento para comprar a precios módicos las cosas más inservibles del mundo. Pero los ojos del mundo nunca fueron tan divertidos.
Un día el ajedrecista se apareció en casa con un piano de cola sin cola pero con todas las teclas y afinado. Aprendí a tocarlo de oído, aprendí a tocarlo de mí misma, lo hice mientras mamá en sus ratos de tiempo lo peleaba.
No sé bien como pasó, a mí los dedos me los movía la música que me sonaba en el oído, yo iba viajando sin pentagrama con la mano derecha, mientras la voz de mamá aumentaba y papá iba moviendo caballos y torres imaginarias sin emitir palabra. Entonces a mi mano izquierda se le ocurrían acordes que acompañaban a mi mano derecha, y mamá se callaba, el ajedrecista no porque ya lo estaba. Aquel mismo día mamá intimó al ajedrecista a que mandara a estudiar piano.
Entonces papá me compró unos pentagramas, escribió las notas, las redondas, las fusas, las semifusas, las corcheas, las semicorcheas. Al otro día me trajo la partitura de
Mamá me escuchó y se olvidó de discutir con el ajedrecista por un par de meses, hasta que nos cortaron la luz y entonces ella no podía planchar por las noches para escuchar tranquila su radionovela. Con la camisa arrugada, aquella noche el ajedrecista me mostró estrellas que nunca más volví a ver. Tampoco el piano.
Con maderitas y clavos hicimos con papá una casita de mentira, mamá no tenía tiempo para discutir, pero yo igual extrañaba mi piano. Me fui al galpón de la terraza donde él guardaba cajas, maderas y todo aquello que la gente tira para que se lo lleve a la muerte el basurero.
Jugué a encenderle fuego a las cajas de cartón, después las soplaba y listo. Seguí prendiendo fuego y soplando, hasta que el fuego ya no quiso apagarse. Entonces grité, el ajedrecista se apareció con dos pequeñas bombas matafuego. Vi como se extinguía y entonces me escondí en el ropero para que no me castigaran. Mamá me buscó un ratito, pero como estaba ocupada solo me amenazó: "ya vas a ver". Papá estaba un poco triste y se fue al club a jugar al ajedrez.
Dormí toda la noche en el ropero, al pedo, no me pegaron, no se asustaron con mi ausencia. Lo raro es que en un momento el ropero se abrió un poco y mágicamente entró un platito con un pan y una manzana pelada y cordada en ocho rodajas.
Al día siguiente algo me dolió de un modo distinto al dolor que conocía. Me miré en el espejo y me habían salido dos granos grandes en el pecho, una tetita, dos tetitas.
Los tiempos no eran buenos les escuchaba decir, mientras me miraba en el espejo las tetitas y un par de pendejos negros que me habían aparecido en el pubis.
A los pocos días papá se trajo una mandolina, yo andaba del todo distraída con las novedades de mi cuerpo, mamá no tenía tiempo, pero entre los dos me entregaron unas partituras y se quedaron esperando mi música.
En aquel momento no pude hacerlo, las tetitas y los pendejos me crecían y eso me daba miedo y me ocupaba los días y las noches.
Quizás volvieron a cortar muchas veces la luz, no lo recuerdo. Sé que cuando quise tocar la mandolina, ya no estaba. Tampoco mis viejos. Me anoté en la escuela de autodidactas, luego en la universidad y sigo haciendo carrera.
Isabel Estercita Lew