domingo, 29 de noviembre de 2009

BLANCO NEGRO


Caminaba por el túnel arrastrando su pierna blanca de sangre morena como la sangre de su tierra.

El túnel era claro redondo y simétrico, de longitud ignorada.

Aún podía oír el eco del son de la batucada, todavía había tiempo para fumar un puro de tabaco negro como la sangre. Los que no saben nada dijeron que los puros le enfermaron la pierna y luego lo demás.

Quizás también le restaba tiempo para una cashaca, el aguardiente que arde hasta el amanecer.

El médico blanco, de guardapolvo blanco y pelo blanco, huele a sobaco de blanco y muertes ajenas, no le gusta ni el médico ni su olor. No obstante le gusta la enfermera, la de la piel y olor a canela, la de cabellos rizados largos y negros, la de caderas generosas, pechos pequeños y rígidos, pezones notables. Fue portaestandarte de Bela Flor, su preferida como el Flamengo.

La morena lo dejó tocarle el culo carnoso y firme, también entre las piernas, donde la vida arde...

Le dijo que a él lo dejaba, porque aunque fuera un viejo verde, para ella era el mejor poeta, el mejor músico, que había estado presente en todos sus amores, encuentros desencuentros y despedidas.

No quería ver el túnel y se sujetaba al aroma de canela de la muchacha para permanecer.

Ella le puso el remedio en la boca y sujetándole la nuca lo ayudó a beber agua. Fue entonces cuando vio al cura, estaba parado en la puerta, impaciente por exonerarle el alma. Lo miró aterrado, pero la enfermera advirtió de inmediato el pánico en los ojos del poeta, y al darse cuenta, sin preámbulos cerró la puerta en la nariz del religioso. – Que se vaya a joder a otra parte, le dijo al enfermo mostrándole una sonrisa blanca de labios carnosos. Él le hizo un gesto para que volviera a su lado.

Luchaba para no cerrar los ojos, porque entonces vería el túnel, y él apenas quería llevarse la reproducción inédita de esa muchacha, y mostrársela a Gauguin cuando se encontrasen en el paraíso, porque estaba seguro que su morena era más bella que las nativas tahitianas del pintor.

La enfermera se sentó a su lado y le pidió un poema, él le divagó historias de Orfeos de Carnaval, de capitanes de arena que se vuelven músicos famosos y no mueren en la cárcel. De niños que improvisaban una pelota con medias y que jugaban al fútbol en los baldíos o en las playas de Santos, y que cuando uno de ellos crecía, se transformaba en el mejor jugador del mundo. Mientras le contaba enterraba su mano entre las piernas de la enfermera, allí donde la vida arde.

Sintió la boca seca y la mano húmeda, casi mojada con su néctar más preciado, y así se durmió, sin ver el túnel, con la mano en la masa de la vida y escuchando el eco de una batucada.


Isabel Estercita Lew

martes, 24 de noviembre de 2009

SONIA Y CIENFUEGOS


El 30 de Mayo de 1980, cuando Sonia cumplía 16 años, contrajo matrimonio con Afranio Cienfuegos, de 35.
La dote por la unión fueron dos vacas raquíticas, media docena de ovejas y un toro que murió de viejo antes de la boda.
Como un presagio, ella recibió de regalo tres cuchillos: el de la cebolla, el de la carne, y el de la gallina o el pato luego de degollarlos.
En la modesta ceremonia realizada en la parroquia del pueblo, Sonia usaba un vestido casi blanco con un encaje en cada manga; Cienfuegos, su traje negro de toda la vida.
La muchacha caminó aparentemente firme hacia la cama, así la habían instruido las viejas comadres.
Sin reparar en la corta edad de la novia, a la que ni siquiera había conocido hasta ese día, él la esperó sediento. Se bajó los pantalones deprisa y dejó expuesto su miembro, usado hasta entonces apenas con algunas putas y bastantes ovejas.
Esa noche ella lloró todo lo que había en su pequeño pecho silvestre, luego bajó la cabeza, los ojos y el alma, decidida a no ver más.
Cienfuegos le había manchado la sonrisa y la mirada con la sangre de su himen; la había poseído brutalmente sin ningún gesto de cariño.
Después de una semana, y satisfecho, el jornalero partió hacia su trabajo en campos lejanos.

Quizás influenciada por las historias románticas que le había contado una prima de la ciudad, Sonia odiaba a su marido con pasión.
Cienfuegos volvía una vez por mes; el viento traía ráfagas de su vaho, Sonia podía olerlo a kilómetros de distancia y calcular el tiempo que él tardaría en llegar; entonces afilaba sus tres cuchillos, el de la cebolla, el de la carne y el de la gallina o el pato; le preparaba la comida, y se aseaba fantaseando que aún eran posibles las historias que su prima le había contado.
Sonia se imaginaba que él le traería flores del camino, que pasearían de manos dadas conversando, y él le acariciaría el cabello, luego cenarían y finalmente irían a la cama. Entonces Cienfuegos le haría el amor con cuidado.
Cuando la figura de su marido se hacía visible, ella no podía dejar de temblar, tampoco podía dominar las gotas heladas que le corrían desde el cuello hasta la cintura.
Aquel día él llegó y la llevó directamente a la cama. El puchero que la muchacha había comenzado a cocinar el día anterior, se quemaba.
Para ella, que apenas había conocido esa naturaleza de vínculo, podría ser normal ser poseída brutalmente por alguien que huele a excrementos. Pero en Sonia había memorias ajenas que se enfrentaban a su realidad.
Ella se dejó poseer, ensuciar y golpear porque sí, o porque se había quemado el puchero... Ya no temblaba, ni le caían gotas de sudor. Miró hacia el costado y vio tirada en el piso su muñeca de trapo, la que dormía junto a ella y era su amiga. La levantó, estaba sucia, él la había manchado. Fue ese el único motivo que la llevó a hacer lo que hizo.
Afranio Cienfuegos esperaba en la mesa con una servilleta puesta en su cuello sobado y el vaso de vino en la mano, a que llegara rápidamente la comida.
El cuchillo, el de la carne, le atravesó la espalda y dejó salir la punta plateada por el pecho; el hilo de sangre se confundió con el vino que resbalaba por su boca. Mantuvo la mirada ebria y fija hacia adelante, apenas soltó un gemido y luego apoyó los codos sobre la mesa para no desplomarse. Ella se paró frente a él de brazos cruzados como una mamá canguro con su muñeca vigilando desde el bolsillo del delantal. Observó las manos de su marido ajadas y bruscas, las uñas sucias. Por primera vez le riñó.
- ¿Qué le costaba Afranio cepillar esas uñas? Me lo hubiese pedido a mí si no quería hacerlo, que con mucho placer se las hubiera limpiado.
Él permanecía mudo, ahora sus ojos estaban fijos en la muñeca. A Sonia no le gustó que le mirara la muñeca, ya se la había ensuciado antes. Con el cuchillo de la cebolla apuntó hacia sus manos, él se veía más pasmado que dolorido.
Sonia recogió los dedos y los echó en la olla, él tuvo un blando gesto de resistir, pero ella le tomó la otra mano con firmeza y con el mismo cuchillo, el de la cebolla, le rebanó los dedos restantes.
Cienfuegos cayó inconsciente al piso arrastrando la silla. Mientras yacía tumbado, la muchacha comenzó a limpiar el enchastre, luego con una olla de agua tibia y un paño, se dedicó a lavar a su marido hasta dejarlo impecable para ella.
- Sonia... Murmuró Afranio. - No le escucho hombre, espere que me acerco y me lo dice. - ¿Por qué Sonia, qué le he hecho? Yo la quiero... - A mí no me ha hecho nada, pero a ella sí. Le respondió señalando a su muñeca. Bueno ya se me pasó el enojo, hagamos las paces. - ¡Por favor Sonia, busque ayuda! - Afranio, si no sabe cómo se hace el amor no puedo ayudarle. Está bien, lo ayudaré a mi manera, le quitaré lo que no sabe usar, por eso hace los enchastres que hace. ¿Vio, hasta ensució mi Muñeca?

Con el cuchillo, el de la gallina o el pato luego de degollados, le cortó el pene y lo arrojó a la olla del puchero que ahora no dejaría quemar.
Mientras Cienfuegos moría desangrado, ella comía, saboreando delicadamente cada parte de él. Ahora se habían entendido, por primera vez él le había hablado con dulzura, como un obsequio de la muerte.
Sonia salió de la casa y se echó a correr atrás de los patos, como lo hacía poco tiempo antes, cuando aún era una niña. Voló con ellos y se dejó llorar su temprana viudez.



Isabel Estercita Lew

jueves, 19 de noviembre de 2009

YIDDISH



El yiddish es la lengua vernácula de los judíos, se aprende con facilidad, sobre todo los niños como ustedes... como ha sido una lengua de uso familiar, no posee demasiados términos abstractos, tampoco posee demasiadas palabras que describan la naturaleza, porque es una lengua urbana y no rural. Es muy rica en palabras descriptivas que expresan el carácter y las relaciones entre las personas.


Rina escuchaba atenta a la maestra de historia judía, mientras el chico que se sentaba en el banco de atrás le pegaba un chicle en el pelo. Su compañera del costado lo había visto, pero no le diría nada ni a Rina ni a la maestra, porque sino en el próximo recreo, él y su grupito la encerrarían en un círculo para cantarle el Rap del alcahuete y probablemente le pegarían a ella también un chicle, La compañera se tapó la boca para reírse, Rina la observó y se dio cuenta de lo sucedido, llevó su mano para atrás por sobre el hombro para palpar la exacta ubicación del pegote. Luego de encontrarlo, trajo con cuidado el mechón castaño y casi lacio para adelante, bajó la cabeza apretando la perilla contra la clavícula y ciñó el ojo derecho para poder ver mejor...


En el yiddish abundan los diminutivos, términos afectivos, proverbios y refranes...
-¿De qué estoy hablando Rina?
-Que en el yiddish abundan los chicles -dijo sin pensarlo, a lo que le siguió la estridente carcajada de toda la clase. Rina se puso doblemente colorada pues tenía el hábito de ruborizarse al saberse ruborizada.
- Debería mandarte a la dirección, pero prefiero no hacerlo. Mañana es Iontef.

En ese instante la niña sintió un escalofrío. Casi lo había olvidado. Hasta aquel día nefasto, siempre le gustaron los festejos, pero desde entonces se sentía molesta y distante de aquellas conmemoraciones.


El rostro de su vasta familia rodó como si estuvieran en un calidoscopio y eso le era agradable, hasta que un trocito de vidrio se desprendió hincándole el ojo. No podía verlo todavía, el trocito de vidrio la hacía pestañear y lagrimear, pero podía oírlo, era la voz cargada de acento europeo de su tío Jaime, el que siempre le traía caramelos, el que la llamaba Meidele y luego la hacía sentarse a upa de él.


El chico que se sentaba atrás de ella era igual a su tío, hacía lo que no debía y nadie lo censuraba. Cuando creciera tendría sobrinas, les ofrecería caramelos y las haría sentar sobre él. Hasta los nueve años de edad apenas les tocaría y pellizcaría la cola, muy de vez en cuando ellas podrían sentir una tercera pierna entre su pierna, luego metería su mano por debajo del vestido y si estaba holgado llegaría hasta las tetas, no, hasta las tetitas, en diminutivo como en la lengua yiddish. Y cantaría el Rap de las tetitas, porque al chico de atrás, le gustaba avergonzar a las chicas avergonzadas con gomas pegadas en la cabeza, cantándoles el Rap del alcahuete. La mamá la mandaría a la dirección, no, en la casa no hay dirección, hay castigos que reciben las niñas que mienten y avergüenzan a la familia, y mucho peor si ya se habían dejado tocar las tetitas a cambio de caramelos, y no habían dicho nada.


El chico de atrás cuando fuera tío y sus sobrinas tuviesen más de diez años, las haría sentar a upa de él, y cuando las mamás estuvieran lejos amontonadas en la cocina, y los papás leyendo el Talmud, o discutiendo finanzas, les daría bombones en vez de caramelos, les correría la bombacha y pasaría su mano vieja y áspera por donde ellas hacen pipí, y les cantaría el Rap del pendejito. Un pendejito, dos pendejitos, tres pendejitos, son pocos pendejos, un bomboncito diez pendejitos, veinte pendejitos, tres bomboncitos, la tercera pierna está erguida, muy erguida, a la sobrina le duele la cola o el lugar de hacer pipí, luego siente un calor espeso y húmedo, como los mocos de cuando Rina está resfriada, de cuando llora mucho. La tercera pierna se torna blanda, casi imperceptible.


A Rina se le había incrustado ahora el trocito de vidrio en el corazón y aunque quisiese cambiar el calendario festivo siempre existiría una fiesta o un encuentro familiar con un tío Jaime o con un tío como el chico de atrás, y las fiestas ya no tendrían gracia, porque ella odiaba los bombones, luego de odiar los caramelos y sabía que estaba colorada y eso le daba muchísima vergüenza.


Isabel Estercita Lew

viernes, 13 de noviembre de 2009

EL PITUIALADO DORADO


El Pituialado dorado era ese ser de la nada con sed de risa que ríe, era esa tristeza que no tiene fin hasta que finaliza, era ese ser alado que se llueve a sí mismo mientras vuela por cielos secos.

El Pituialado dorado era la humedad robada por los ladrones de montes, la extinta margarita que contra sojas y mareas se deshoja.


El Pituialado dorado como su nombre no lo indica, era un chancho azul vomitando estrellas y una estrella en celo copulando soles.


El Pituialado dorado tenía el color del sonido de cuando gritan las gargantas mudas, ese color del sonido que pueden escuchar los oídos sordos.


El Pituialado dorado era el pañuelito blanco y limpio de los mocos sucios del pibito del paco. El del cuchillo plateado de las Tejerinas clavado en sus violadores.

Era color azul, comprimido mágico que eleva el ego de la impotencia.

El Pituialado dorado era color NN, la 99 de 14 años. Era color Martín, el 98.


Era color Rel cuando sus poemas le rompen los sobacos a las olas.

El Pituialado dorado era color Hippie Viejo dándole más color al amor, porque el amor es más fuerte para la buena gente.


El Pituialado dorado también era el más injusto de los justicieros, llenaba camas vacías, besaba los besos sin besar, hacía cosquillas lindas y de todos los colores en el lugar del deseo, fecundaba hijos que nunca nacieron, regalaba alas para quienes quisieran echar vuelo.

El Pituialado dorado era color frutilla con pimienta, era a todo color y del color de todos… era del color del sueño del sueño, o del color de cumplirlo.


Isabel Estercita Lew

martes, 10 de noviembre de 2009

LAS HEMORROIDES GLAMOROSAS


Mi amigo Justo Glen volvió a visitarme luego de su pésima última experiencia en el Ministerio de Aguante a la PachaMama.


Lo noté muy bien predispuesto y pese a la excentricidad de sus ropas autóctonamente globales, se veía elegante. Pero la verdad es que entre sus relatos de viaje, incluyendo un viaje al fondo de la tierra, me distraía bastante su forma de sentarse de lado, y como no podía seguirlo con la intensidad que merecía decidí interrumpirlo y preguntarle el motivo.

Me contó que al regresar del fondo de tierra, donde pasó casi una semana prácticamente sin agua ni alimentos debido a la gran contaminación, se refugió durante unos días en el Valle de los Pimientos, uno de los pocos territorios vírgenes que se conservar en nuestro planeta gracias a su poder de invisibilizarse frente a predadores potenciales.

Como bien lo indica su nombre, el Valle de los Pimientos está plagado de pimientos, pimientos de todo tipo y color, pimientos vegetales, pimientos animales, pimientos humanos y sobre todo pimientos picantes.


Justo Glen se pudo adaptar rápidamente a las inclemencias del ardor, y hasta aprendió en ese breve tiempo a controlar su necesidad orgánica de rascarse la terrible picazón consumiendo cada vez más picantes.


Imprevistamente durante su estadía en el Valle de los Pimientos, debieron exiliarse los Wasabi, unos amigos enraizados en las tierras del oriente que fueron atacados por poderosos cañones cargados de salsa de soja, milanesa de soja y brotes de soja.

Pero por suerte mi amigo Justo Glen no sufrió de trastornos gástricos, tan solo unas dilataciones venosas en las paredes del recto y del ano que le recordaban a todo momento la riqueza vivida en sus últimas experiencias.


Para agasajar a mi amigo, decidí prepararle una comida a la altura de su relato y experiencia gastronómica. Le hice una tortilla de Jrein o Krein, rábano picante de las pascuas hebreas, y ajo salvaje.


A Glen le encantó mi receta y jactándose de sus hemorroides glamorosas acabó comiendo mi conocido postre, Frutillas con Pimienta, entre lágrimas y de pié.



Isabel Estercita Lew

viernes, 6 de noviembre de 2009

98


Hay un ruido que te suena y no te para de sonar nunca, un ruido que no para de gritarte… hicimos el amor, te hicimos, te acaricié cuando empezabas a ser. Un encuentro de óvulo y espermas que van formando tu cara, tu cuerpo, tu cabeza, genes pasionales que no coinciden con tu primer sonido de voz cuando decís mamá o papá, cuando lo decís, cuando los mirás.

Caricias de vientres que no encontrás en esos rostros de crecer.

Sueños confusos, fotos de panza de vos que no existen. Ese amor que nunca hizo quien dijo haberlo hecho para gestarte. Realidades ajenas, y vos te vas perdiendo entre la oferta y la demanda.


La oferta de no pensar en nada, la demanda constante de pensar. Y en ese pensar se te consume la vida hasta que decidís hacer.
Así fue que fui a buscarme. Al principio no me encontré… vericuetos de la vida. Pero luego me estoy encontrando.


Las panzas en cautiverio tenían un valor agregado, no había que torturar demasiado a sus portadoras, solo un poquito para que canten algo, después de todo una picanita de leve o no tanto era una consigna inevitable, no perjudicaría al bebé. Luego, cuando estuvieren por parir, buen trato y bastante verso. Pues gracias a Dios los pibes estaban prometidos a la gente de bien.

Se apropiaban de los pibes y de sus identidades. Decían que les daban un hogar de buena gente, gente de fe, comida, ropa, educación, un buen sopapo, si fuere necesario.

Un poco de afecto está bien. El cariño y el amor los malcría. Con cariño y amor acabarían siendo subversivos como sus padres biológicos.


Me llamo Martín Amarilla Morfino, hijo de Guillermo Amarilla y Marcela Molfino,


Soy el 98, el nieto recuperado número 98, pero ya vieron, tengo nombre y apellido.



Isabel Estercita Lew

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Verdad - La verdad es verde?


Yo no digo la verdad porque quiero que me crean, lo hago de puro suicida

Filosofía de EntreCasa

La Lew



Hoy se le incrustó una calcomanía fea en el ojo, y el otro ojo de puro compañero lo acompañó, y el resto del cuerpo se solidarizó, y todo ella y lo de ella lloró, y aunque parezca verdad, sigue llorando.

Isabel Estercita Lew