
Supe que Paula me pertenecía, desde el instante en que la descubrí en el Bar de las Brujas donde yo tocaba. Su dueño, el Polaco, me pagaba cien por noche y la noche terminaba de mañana; con o sin gente yo tenía que seguir tocando. Siempre hay trasnochadores que al escuchar la música pueden entrar por una copa más. Decía el Polaco.
Aquella noche mis manos y mi voz interpretaban blues para nadie. Los últimos y pocos clientes ya se habían ido, cuando de pronto el brillo insólito de Paula y ése perfume a sexo feroz, tiraron a la mierda mi desidia, y el blues mecánico que hasta ese momento interpretaba se lanzó por diapasón y cuerdas como una euforia musical. Ahora cómplice de mis manos, dejé que me arrastrara por las delirantes cadencias.
Súbitamente los trasnochadores fueron llegando hasta llenar el bar. El Polaco, aprovechando el desenlace, se encargó de servir el peor de sus whiskys al precio del mejor de los importados.
Después de varias horas de tocar sin pausa, mis manos se acalambraron y mi voz se esfumó. Enfundé la guitarra y salí de ahí arrastrando a Paula conmigo.
Desbordado de pasión la llevé hasta mi guarida sin su consentimiento. Una vez dentro la até a una silla y la amordacé; trabé puertas y ventanas cubriéndolas con frazadas para aplacar el sonido.
No quería lastimarla, era lo mejor que me había pasado desde mi letargo creativo, cuando comencé a deambular por todos los bares y buracos mugrientos de la ciudad hasta caer en el Bar de las Brujas.
Pero ahora la tenía a Paula, que era linda así porque sí. Mi hada y mi oda. En aquel momento decidí que no abriría la puerta hasta que estuviera seguro de que se quedaría conmigo para siempre.
Los días pasaron, y de tanto componerla y descomponerla agoté todas las partituras que tenía; pasé a escribir nuestra música en las paredes y en el piso.
El día en que comencé a sentirme débil, tuve que esforzarme muchísimo para sostener la guitarra, aunque continué acariciando a Paula con la intensidad del primer día.
Creyendo que ella entendía y aceptaba mi ofrenda de amor, que ya estaba decidida a quedarse conmigo, tuve la infeliz idea de desatarla.
Quizá la debilidad me confundió e ignoré que aún no era el momento.
Paula comenzó a correr enloquecida por todo el cuarto. Creo que estaba buscando una salida, por lo que se golpeaba contra cristales y paredes como un bicho hambriento de claridad. Apagué las luces suponiendo que de esa manera se calmaría.
De repente de la guitarra comenzaron a salir sonidos estridentes, eran como resortes enloquecidos que bombardeaban la habitación. Luego hubo una tregua de calma: Contuve mi respiración y agudicé todos mis sentidos. El silencio persistía, y la incertidumbre de ese silencio me aterrorizó.
Al encender la luz la vi estrangulada entre las cuerdas de mi guitarra; inédita y muerta, su mirada espectro fija en mí.
Estaba apasionado por Paula Blues; aunque inconclusa, fue mi mejor y mi última composición. Murió sin que pudiera interpretarla.
Isabel Estercita Lew