
Caminaba por el túnel arrastrando su pierna blanca de sangre morena como la sangre de su tierra.
El túnel era claro redondo y simétrico, de longitud ignorada.
Aún podía oír el eco del son de la batucada, todavía había tiempo para fumar un puro de tabaco negro como la sangre. Los que no saben nada dijeron que los puros le enfermaron la pierna y luego lo demás.
Quizás también le restaba tiempo para una cashaca, el aguardiente que arde hasta el amanecer.
El médico blanco, de guardapolvo blanco y pelo blanco, huele a sobaco de blanco y muertes ajenas, no le gusta ni el médico ni su olor. No obstante le gusta la enfermera, la de la piel y olor a canela, la de cabellos rizados largos y negros, la de caderas generosas, pechos pequeños y rígidos, pezones notables. Fue portaestandarte de Bela Flor, su preferida como el Flamengo.
La morena lo dejó tocarle el culo carnoso y firme, también entre las piernas, donde la vida arde...
Le dijo que a él lo dejaba, porque aunque fuera un viejo verde, para ella era el mejor poeta, el mejor músico, que había estado presente en todos sus amores, encuentros desencuentros y despedidas.
No quería ver el túnel y se sujetaba al aroma de canela de la muchacha para permanecer.
Ella le puso el remedio en la boca y sujetándole la nuca lo ayudó a beber agua. Fue entonces cuando vio al cura, estaba parado en la puerta, impaciente por exonerarle el alma. Lo miró aterrado, pero la enfermera advirtió de inmediato el pánico en los ojos del poeta, y al darse cuenta, sin preámbulos cerró la puerta en la nariz del religioso. – Que se vaya a joder a otra parte, le dijo al enfermo mostrándole una sonrisa blanca de labios carnosos. Él le hizo un gesto para que volviera a su lado.
Luchaba para no cerrar los ojos, porque entonces vería el túnel, y él apenas quería llevarse la reproducción inédita de esa muchacha, y mostrársela a Gauguin cuando se encontrasen en el paraíso, porque estaba seguro que su morena era más bella que las nativas tahitianas del pintor.
La enfermera se sentó a su lado y le pidió un poema, él le divagó historias de Orfeos de Carnaval, de capitanes de arena que se vuelven músicos famosos y no mueren en la cárcel. De niños que improvisaban una pelota con medias y que jugaban al fútbol en los baldíos o en las playas de Santos, y que cuando uno de ellos crecía, se transformaba en el mejor jugador del mundo. Mientras le contaba enterraba su mano entre las piernas de la enfermera, allí donde la vida arde.
Sintió la boca seca y la mano húmeda, casi mojada con su néctar más preciado, y así se durmió, sin ver el túnel, con la mano en la masa de la vida y escuchando el eco de una batucada.
Isabel Estercita Lew