Como todos los días antes de salir, le dejo el almuerzo a mamá y le pongo candado a la heladera porque la pobre sufre de amnesia gastronómica, come al ratito se olvida que comió y vuelve a comer. Bajo las largas escaleras de mi casa y abro la puerta de calle esperando encontrar en cualquier esquina al macho-maduro-optimista y si bien eso no ocurre, nunca pierdo las esperanzas. Voy en dirección a Corrientes, paso primero por la ferretería de la esquina que huele a testosterona joven, por el viejo Café La Luna, que huele a testosterona vieja y como ya sé que en ninguno de estos lugares encontraré al macho-maduro-optimista, apuro el paso, ciño la barriga, saco pecho y sigo adelante con lo que debo hacer.
Hoy no fui al gimnasio porque me desperté con lumbalgia, eso me alegró un poco ya que en el gimnasio solo hay machos-tiernos-optimistas y pesimistas, y mujeres para todos los gustos. Me tomé un analgésico, me pinté los ojos, tapé mis ojeras con corrector, vestí mi exclusiva pollera de jeans hecha de un pantalón de mi ex en la época de la revuelta del 2002, volví a mirarme en el espejo, comprobé si llevaba mis documentos y emprendí la marcha. Primero fue a la verdulería de Los Primos de donde una sale verdaderamente impregnada de testosterona vegetal, pedí que me enviaran la compra y salí en busca de unas alpargatas como las que había comprado en uno de mis viajes a la estancia del campo de mi amiga Amelita. Las encontré en la zapatería o zapatillería de Scalabrini Ortiz, aunque estaban al doble del precio del que había pagado pedí mi número y me las probé. –Tiene un 38, le pregunto a la señora de anteojos gruesos y bigotes que me atendía. –Llevate un 37 porque se estiran y se te van a salir del pié. –Pero me aprietan, señora. –Te estoy diciendo que se estiran… -Pero me aprietan mucho! Sentía mis dedos apretujados pidiendo a gritos un par de ojotas. –Me gustaría probarme un 38, señora, le dije ya con poca onda y un raro deseo de arrancarle un pelo grueso y negro que se destacaba en su barbilla. –No me queda 38. Di por finalizada la transacción. Si bien me pone de la nuca cuando me quieren vender algo que no me sirve decidí olvidarlo, puesto que con mala onda no podré distinguir al macho-maduro-optimista cuando se me aparezca. Y por lo visto tampoco sería hoy, me había dado cuenta que dejé la llave del candado de la heladera sobre la mesa.
Cuando entré a casa, mamá se estaba relamiendo con la última pata de pollo que quedaba. –Mamá, yo te dejé el almuerzo. –Vos me dejaste el almuerzo?
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