viernes, 29 de febrero de 2008

Arrayanes, pobre dios, estrellas, delirantes y deseosas conclusiones.

No soy yo la quien quema los arrayanes, no soy yo la provoca catástrofes.
No tengo perros, no asqueé las veredas de mierda de perros permitiendo que aquella viejita la pisase, resbalara y se rompiera la cadera y que luego no tuviese quien la cuidara o donde caer murta.
No soy yo, sin embargo me hago cargo y sufro, mientras los responsables protestan por las gotas del cielo que el senado se les cae encima.
Solo le pido a dios en el que creo cuando me conviene, que pare de maltratar a quien o lo que no corresponde. No sé por qué se lo pido, si al final nos acabamos jodiendo, - durante los siglos de los siglos fue así – los de siempre y los chotos prenden sus bengalas, se rascan el falo, y van viviendo sin más.
Este pensamiento me huele mal, me sabe a eterna víctima, a buenos y a malos, categorías que detesto. Ahora, para darle curso a mi razonamiento, dejar de lado las teorías de la culpas judeocristianas a las que en algún otro momento me referí y además no profundizar en la moralina del bien y del mal, me voy a dar un atajo simplista. El bien sería lo que a la mayoría de un conjunto con características sociales, colectivas y culturales nos reconforta, y el mal sería lo que a una minoría de conjunto con similares características le reconforta.
Entonces vuelvo, solo le pido a dios, o a la naturaleza que pare con este sadismo. Y carajo, si tiene que llover, caer rayos, incendiar bosques, o que volcanes, sunamis, terremotos, maremotos, y toda esa mierda, que les caiga a la minoría, pues pueden estar seguros, seremos solidarios con ellos.

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